
Cansado a veces de morder las esquinas de la ciudad en busca del amor (a ratos no), no de un amor apresurado como tantos de todo a cien, sino del verdadero amor abrigadito que anestesia el giro del mundo y te revuela la barriga de mariposas; le pregunté a mi destino si realmente algún día sería capaz de al menos ofrecérmelo en toda su grandeza, sin miramientos, puro e impoluto. Esa sensación que solo los ancianos que se aman cogiditos de la manita aferrados a un presente ya caduco pueden paladear y describir, debe ser lo más grande de este podrido y maravilloso mundo.
La mujer perfecta no es la más guapa, puesto que hacer un mérito de su belleza sería declarar que no tiene otro mayor. Ella no sabe de caderas de infarto, pero sí de manos de miel que acaricien mi alma como me acarician en la noche la espalda. Sabe tejer una red en torno a mis problemas para en el momento más crítico lanzarlos al mar, lejos de mi alcance, sin que apenas me haya dado siquiera cuenta. La mujer perfecta debe tener melena donde acunar el cansancio, ojos de gata y un fulgor en la mirada que me apacigüe la tarea de sacarle brillo a los días grises.
Es la mujer perfecta la compañera del hombre en su obligación de vivir descontando días, la que le prende un nenúfar del corazón sediento y leva su cuerpo al universo cuando el lecho termina ardiendo en llamas. Sabe mi mujer perfecta del ansia que derramo por las calles en busca de su aroma, de lo frágil de éste cuerpo cuando el suyo asoma sin habernos hablado en la vida, de un modo salvaje, animal y primitivo.
No sé con absoluta certeza si existe la mujer perfecta, pero la mía sí